Montañas de otoño

Chica de suave coraza de hierro. Pretende hacer duro su caparazón de cangrejo, y es de arenisca, fina superficie de piel caliza. Su llanto es fuerte, a veces resuena en la profundidad de una fosa marina. Estalla en lava, lanza piedras de fuego cuando sus labios arden en ira. Su piel es blanca, ahora está calma.

Se aploma, se asienta como cuando una piedra llega al fondo de un pozo. Se queda allí, ensimismada, sin decir nada. Ahora es ostra; se encierra en su cabeza y pasan muchas horas sin que se asome a la ventana de sus ojos, sin que atienda el llamado del repique de sus orejas. Allí se queda.

Muda, como una hojarasca a merced del viento; del tiempo, de lo que Dios disponga, sin mucha voluntad por hacer que las cosas no sean montañas de otoño apiladas por un rastrillo. Es ella. La fatalidad de ciertas cosas se hereda. Es una dama de hierro fundido que no se enfría para convertirse en fuerte barra de metal que golpee el rostro del oponente, y allí, ella se queda, observando cómo se apilan las tristes montañas de otoño.

Y al amanecer, luego de un largo invierno de ánimo bajo cero, camina descalza con los ojos vidriosos para tropezarse con las lágrimas de la última noche, transformadas en estéril montaña de otoño.

original de Janos65

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