LA EMPANADA

La mañana es cálida. Un bullicio ensordecedor envuelve al terminal de autobuses. De momento parece un pequeño mercado municipal de baratijas y comida apurada. Una señora grita su promoción de empanadas:
- ¡Pollo, carne molida y mechada, queso blanco y de pabellón! -
 Están recubiertas de papel aluminio para mantenerlas calientitas.

Un hombre de tez morena se acerca al puesto de comida. Es alto, tanto que mira a la señora como si ésta fuera una hormiga sentada en una sillita de madera carcomida que sólo la sostiene a ella y a nadie más. Abre su cavita de anime y saca una sorpresa de aluminio para el moreno de un metro noventa, más de ciento veinte kilos. ¡Fácil!, sin necesidad de báscula la doñita mentalmente le ha calculado el peso y de paso como seis empanadas para tragar. El hombre también pide un café negro, colado a las cinco de la mañana con un canto de gallo y el ronquido de un flojo hombre que no trabaja pero que acompaña la vida de la doñita, la que mantiene la casa con sus ventas de empanadas.

El café todavía humea. Vapor de aroma reclaentado escapa al abrir el termo marrón claro con tapa roja. En un vasito plástico, pequeñito, sirve la porción de guayoyito y en otro potecito plástico con un papelito pegado con teipe, se lee azúcar. Se lo entrega al hombre para que endulce el cafecito. Una cucharita acompaña al envase desechable que nunca ha sido desechado. Parece tener tantos años como la doña.

El hombre toma la empanada. Le quita el envoltorio plateado de aluminio. Es grande. Está sudada de tanto calor evaporado desde que la doñita las hizo a las 4 de la mañana, sin gallos y entre ronquidos que se freían en el chisporroteo del aceite reusado.

El moreno de casi dos metros sostiene en su manaza la empanada, pero ésta se parte a causa de tanta condensación. La masa está húmeda por su propio calor. El guiso del pollo y un líquido hirviente se desparrama sobre la mano del hombre, y éste suelta una gruesa palabra que atrae la atención de los que por allí apuran el paso para tomar el autobús de su destino.

- ¡Carajo!, repite el hombre. - Cámbieme la empanada doñita, que esta vaina se partió y me quemó.
La señora le mira maliciosamente, le mira con ojos amanecidos de las cuatro de la mañana. Piensa que no va a perder ni una empanada con tantas horas de amanecidas; que ella preparó sin ayuda del perezoso que co-habita en su habitación. Que su casa depende de cada gramo de harina frita.

La doña le dice sin tapujos, - Señor, usted fue el que la abrió. Usted fue el que la partió. Usted la paga y se la come.

El hombre le mira con ojos encendidos. Le mira como a una hormiga que está a punto de ser aplastada y piensa. –Esta doñita no se da cuenta que habla con un gigante de dos metros. Luego contesta rudamente.- Yo no pago esta vaina ni este café desabrido.

El hombre se larga dando gigantescas zancadas en busca de su autobús, el que lo saque del bullicio festivalero del terminal. La doña brinca como una gata de su taburetico de madera roído por los años, no quiere que se le escape el Negrón, pero al dar los primeros pasos se resbala con sus sandalias de cuero desgastadas. Cae al suelo y se da un culazo contra el sucio pavimento. Lanza un quejido y una maldición, pero igual se reincorpora y corre tras el gigante.

El hombre ya ha alcanzado el autobús. Entrega su ticket. Sube y se posiciona en un puesto con ventana. Es tan grande que ocupa los dos puestos, pero sólo pagó por uno. Los demás pasajeros pasan de largo y ni se atreven a pedirle el otro lugar. Es demasiado intimidante el Negrón.

La doñita otea en el mar de autobuses estacionados, demasiados colores y modelos disímiles. Muchos motores encendidos contribuyen con el desconcierto de los voceríos que se ufanan en anunciar los distintos destinos de los autobuses.

La doñita por fin divisa al gigante deudor de una empanada y un cafecito. Corre entre el gentío, atraviesa voces y malos olores. Pisa basura y manchas negras de descuidos municipales que no hacen sus tareas de mantenimiento. Más que llegar al autobús del escapista, choca contra la carrocería del mismo. El gigante se sobresalta por el golpe y mira a la doña parada frente a la ventana, agarrándose la nariz. Sale un hilillo de sangre de uno de sus orificios nasales, pero igual comienza a gritarle, reclamando el pago de su empanada.

El hombre la mira como a un bicho raro, como si un insecto se hubiese posado en el cristal de la ventana sin hacer nada. Le da golpecitos al cristal y el insecto ni se inmuta ni se mueve, agita sus antenitas insistentemente tratando de captar algo que lo alerte o le indique peligro. Así ve el hombre a la doña, como a un bicho inofensivo y agresivo. Los brazos de la señora se mueven sin parar, parecen dos mangas largas de un camisón al capricho del viento. El hombre de repente estalla en carcajadas. Esto enfurece aún más a la mujer, que se puso a dar saltos tratando de alcanzar lo más alto de la ventana. El hombre contiene su risa un instante, y estalla de nuevo en carcajadas. El autobús se estremece con los movimientos del Negrón, quien se mece en su puesto agarrándose el estómago a causa del ataque de incontinencia de risa.

La ira recrudece en la doñita, son como oleadas que arrasan una costa y lo manifiesta con gritos exasperante y palabras tan gruesas que ni el viento puede levantarlas. Ahora al gigantón le parece que la doñita es un monito pidiendo dinero con una tacita de metal. El Negrón comenzó a imitar a un mono haciendo muecas con su boca, copiando los sonidos de un mico. La señora golpeó el vidrio con un puñetazo furioso pero el cristal ni se movió. Una mancha grasienta de su ira quedó grabada sobre el vidrio y en ese momento el autobús comenzó a moverse. La señora trató de alcanzar la puerta principal del autobús pero se la cerraron en sus narices. Gritó como una guacamaya furiosa, no se le entendía nada. El autobús aceleró y comenzó a salir del terminal para tomar la embotellada avenida. La doñita se detuvo en la salida, como si un manto o muro invisible le impidiera ir más allá de los linderos del terminal. Ni un paso ni dos fuera del escandaloso lugar. Ni un grito ni una palabra más. Cerró su boca, recuperó la serenidad y en su cabeza sólo flotaba silencio a pesar de que aquel lugar era un mercado de voces, gritos, ladronzuelos y baratijas. La señora caminó despacio entre el gentío, sin notar la presencia de las personas que hacían vida en el terminal. Tampoco lass personas se daban cuenta de su andar ni del problemita que protagonizó.

Llegó a su puesto sin poder cobrar la empanada y el café, se sentó calladita, abrió la cavita ante el requerimiento de un cliente y la descubrió vacía. La señora gritó una maldición que enrojeció el cielo, su rostro y se desmayó. Su cabeza se depositó dentro de la cavita de empanadas entre los restos plateados de las envolturas de aluminio.

original de Janos65

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