El jardín calcinado de las rosas
El friso se cae como
jirones de piel quemada
La pintura es una capa de
hollín,
palabras en brasas por causa de una
discusión familiar en la sala desdeñada.
Cenizas grises provenientes de los ojos del volcán.
Se resquebraja el rostro
del tiempo.
La dueña se ha marchado
dejando su legado,
un peso de mil años, del
que algunos no se pueden deslastrar.
Allí está postrada,
inamovible como un palacio abandonado.
Parece un elefante plantado
en medio del camino,
no hay paso hacia la
salida,
los residentes no conocen
más mundo que el tamaño de aquella casa:
los colores da las salas,
los extraños y místicos
aromas,
las verdes y ancestrales
plantas.
Las noches tienen vida y
los objetos hablan.
Las paredes cuentan viejas
historias.
Las puertas se lamentan
largamente, son demasiadas las tristes historias.
Un dintel cae a pedazos
sobre la cabeza de la señora.
Un cristal estalla en mil
lágrimas petrificadas
arañando el rostro del
hombre, guardián obligado del lar.
Son tres los presos, pueden
salir, pero nunca marcharse.
Hay tres más, atados a su
maldición.
Ninguno logra zafarse, fue senencia y misión.
Es la vieja casa la que
tiene sobre ellos el control
mientras sus vidas se
desmoronan.
Los sueños se caen a
pedazos,
las ganas de largarse son
vencidas por el cansancio,
se abaten,
se rinden,
se someten
bajo la extensa alfombra
de cenizas del jardín calcinado de las rosas.
de cenizas del jardín calcinado de las rosas.
Juan
Csernath
22.nov.2012
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