El niño y la nube

El niño y la nube



Un niño delgado siempre vistiendo de azul, blanco, rubio y despierto de ojos melados tiene una mascota; una nube blanca sin forma, o mejor dicho con mil formas caprichosas. La nube, para el niño, es una mota de azúcar que endulza su imaginación; se convierte en su avión o en su pistola, en la cama más cómoda o en el barco que soporta todas las olas en los mares de sus aventuras.

El niño la lleva con una gentil correa azul, paseándola como si fuera su perro, y cuando la nube necesita de humedad se deshace de la correa y se eleva, el niño corre tras ella pero adónde, él niño no puede volar y su manita queda extendida tocando partículas invisibles de polvo y polen.

La nube se acerca a un río o a un grifo o a un gran charco de agua limpia y absorbe toda el agua que necesita, y crece, crece mucho, tanto lo hace que entonces tiene que dormir fuera de la casa, cerca de la ventana del niño y los vecinos piensan y murmuran que la casa está embrujada porque siempre ese cuarto, el del niño, está rodeado de una extraña y densa neblina blanca. Pero si está todo seco, si el verano aprieta y el calor abraza a todos los seres vivos y a todas las cosas que componen el mundo, la nube se achica hasta parecer un soplo de vapor de una tetera hirviente, y el niño llora.

***

La nube se encontraba un día flotando a cien metros de altura, estaba tan aburrida mirando la tierra desde lo alto que no se dio cuenta que era una nube ni que las otras nubes se habían marchado. Observaba, distraídamente, a los niños jugar en un parque infantil de floreados Apamates y verdes Ficus con sus mascotas. Perros y niños eran uno, eran grandes amigos, corrían de aquí para allá. Un niño lanzaba un freesbe, éste atravesaba el aire haciéndolo silbar a su paso y su perro salía corriendo detrás del platillo, daba un salto que ya un gimnasta quisiera copiar y atrapaba en el aire el disco de plástico. Al atardecer los niños desaparecían y el parque era reino de pájaros, insectos y ardillas. En la noche la nube terciaba para quedarse en el mismo lugar, a pesar de la fuerza del viento. El viento le susurraba a la nube que se moviera, que era su deber soplar y llevarla a otras regiones donde la necesitaban y el de ella era el desplazarse y dejarse llevar por el caprichoso viento. Pero la nube no estaba dispuesta a moverse y viajar por el mundo, unirse a otras grandes masas de nubes, transformarse en gigantescas nubes grises de tormentas y descargar millones de litros de agua sobre la tierra. La nube quería un amo y ella quería ser mascota.

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Un día en casa del niño, una casa de dos niveles, su madre se daba un baño. La nube se desplazó por la sala entre los muebles de estilo color rosa viejo y borlas desprendidas por juegos inconscientes de niños que no podían recrearse en las calles con otros niños. Subió los nueve peldaños de granito y cruzó a la derecha, por un cómodo y corto pasillo donde se encontraban dos cuartos y un baño, y sin pedir permiso, atraída por el seductor sonido de gotas golpeando el suelo, entró al cuarto principal que tenía su propio baño forrado en baldosas rosa pálido y se posó debajo de la regadera para absorber agua y más agua cual perlada esponja. La madre salió corriendo, horrorizada por tan extraño fenómeno, desnuda a sus treinta y cinco años enseñando que aun es hermosa, de piel firme y carnes bien puestas, dando terribles gritos. El niño al verla solo reacciona riendo. Ríe como si estuviera viendo su comic favorito, y luego a los minutos llora después de recibir un fuerte jalón de orejas y ser arrastrado por el suelo hasta el pie de las escaleras de granito.

El niño llama a su nube, que se sonroja como un bucólico atardecer por el dolor que le ha causado a su gentil amito, y da vueltas a su alrededor para calmarlo. Se coloca junto a sus pequeños pies. El niño la acaricia y hunde su mano dentro de su suave y mullido cuerpo que no es más que una masa de algodón de azúcar, y al sacarla ve escarcha, cristales brillantes y fríos y la nube dibuja en su propia y etérea forma una sonrisa. El niño ríe la gracia y se lleva su dedo al mentón. Sus ojos se curvan. Sus cejas se arquean, se la ha ocurrido una idea graciosa.

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El niño sale con su nube a pasear por la calle, quiere que todos la vean, le ha atado una cinta azul. Sus amigos, o algunos de ellos no todos, juegan fútbol de largo a largo sobre el asfalto negro: anotan goles con un balón de cuero sintético, golpean carros, y rompen cristales de cuando en cuando. Ven al niño con la nube flotando sobre su pequeña cabeza rubia como una mota gigante de algodón. Los niños se mofan y le tildan de niña, mariposa, mariquita… el niño traga hondo y se enoja, su rostro es un infierno con llamas flameantes y sus ojos se hinchan de sangre encolerizada. Se acerca a su nube y le susurra secretas palabras de gélido aliento. La nube se eleve, se eleva, y los niños que juegan siguen el trayecto de la nube y cuando ésta se pierde en el firmamento los niños abandonan el juego, se olvidan del balón y se acercan al amito de la nube. Lo golpean mientras se burlan. Hacen una gran rueda y giran a su alrededor como si se tratara de un juego más y lo humillan, lastimando su estima y su seguridad. En lo alto, sobre sus cabezas se cierra el cielo y el día se hace de noche. En lo invisible comienza un peligroso festival de relámpagos y truenos, y los niños asustados por el fenómeno natural dejan al niño agredido tirado en el suelo, sangrando e inconsciente. Desde lo alto, desde lo inmenso y desconocido, de un techo negro sin luces ni sol, caen piedras de hielo que revientan en las cabezas de los pequeños gamberros, y uno a uno caen alrededor del niño sangrante. Caen como insectos muertos por una nube de DDT. Ya son dos docenas de niños muertos por piedras de frío y duro hielo, por sus corazones azules y fríos, por los mismos latidos de los malos críos, agresores de quienes son distintos, de los que no son habituales a sus juegos ni tienen mascotas comunes.

Ha cesado el granizo mortal. Desde lo alto desciende una nube blanca y brillante, no parece la misma que el niño tenía como mascota. Se posa sobre el niño sangrante. El cuerpo inerte se pierde entre la masa blanca de gas y cuando la nube se eleva no queda rastro del niño en el suelo, ni siquiera una gota de sangre. Parece que el pecado se hubiese lavado, como si un perdón se hubiese concedido. El cielo se aclara y cálidos rayos de sol tocan las almas de los niños golpeados por rocas de hielo. Una segunda oportunidad reciben los corazones en tinieblas y comienzan a levantarse y lloran todos en un triste coro de arrepentimiento… pero ya es tarde.

El niño y su nube ahora son uno y un rayo de luz disuelve la nube blanca y se convierte en una docena de gorriones blancos que aletean con fuerza de huracanes y arrasan toda la calle. Los niños que lloraban en coro se tragan los restos de escombros que ruedan por la calle, y éstos también son succionados hasta lo alto del cielo para desaparecer por unos instantes. El viento feroz cesa, y el silencio gobierna la soledad arrasada. De pronto comienza a llover restos de árboles, animales y muebles, y también los niños agresores hasta chocar contra el duro suelo y convertirse en una pasta espesa de tomate triturada en el pavimento, en la tierra seca, en los verdes pastos de los parques, entonces el mundo comienza a ser como lo era antes: lava y fuego, lluvia y deslave, hambre y sequía, frío, hielo y nieve, sin un humano que dañe el mundo con la huella de su pie ni la presencia de su alma negra.

***

Al día siguiente del castigo. Al día siguiente que el mundo había purgado los pecados de las almas más inocentes que también se habían entregado a las penumbras, luego que la madre tierra regresara a sus orígenes y a su equilibrio, despertó el niño de la nube.

Abrió sus ojos. Aspiró profundo como a quien le ha faltado el aire por minutos. Se sobresaltó como si despertarse de un mal sueño. Se frotó los ojos melados con sus pequeñas manitas entumecidas y también con su antebrazo izquierdo. Miro a su alrededor. Todo estaba en su lugar. Su televisor, su DVD, sus juguetes guardianes del estante. Sus gorras colgadas en el perchero de la pared. Al principio lo vio todo borroso, luego fue enfocando y se fijó que el cristal de su ventana estaba tapizado de pequeñísimas gotitas de rocío. Hojas de cristal escarchadas y el cuarto estaba inusualmente frío. Afuera de la ventana de su cuarto flotaba una nube blanca y al pie de su cama jadeaba su fiel Schnauzer aguardándole con su freesbe multicolor.




original de janos65 - Juan Csernath

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